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Recordando a Martha

Recordando a Martha

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Martha tenía una magia para escribir que captaba desde la primera línea a todos los que decidieran leerla. Para la “nueva generación Pandora”, para los que la amaban tanto como nosotros o sencillamente, para los que gustan recordar, en este aniversario rendimos honor a la pluma detrás de la Última Página, Martha Sepúlveda.

 

¿Sexista yo?

¿Me decía sexista por creerme superior al sexo opuesto o por mi prrponderante atención

 al sexo?,  Agosto 8, 2003

 

Aguaceros moderados

Aunque para muchos podría resultar poco creíble, yo, la verdad, no tenía conciencia de lo intranquilizador que podía resultar mi escote. Es más, ni siquiera puse mayor esmero al escoger aquella pieza. Sólo me detuve frente al closet –como otras tantas veces- y con las puertas abiertas me pregunté a mí misma: “¿Qué me pongo?” Fue entonces cuando aquella blusa blanca, de suave e insinuante textura, pareció desmontarse de su percha y dar un paso al frente para decir: “a mí”. Acogí la sugerencia, y salí a la calle. Era sábado y nada ni nadie podía detenerme. Ni siquiera el informe meteorológico que, en la mañana de ese mismo día, pronosticó “aguaceros moderados, vientos del norte y un sistema frontal en aproximación”. Aun sin entender qué rayos querían decir con eso, tuve la corazonada de que talvez debía ponerme otra ropa. Pero no lo hice. Y me pesó. Aunque yo me jactaba de decir que nadie me intimidaba, algunas miradas masculinas sí lo hicieron, hasta el punto de que mi amigo Juan Pablo (que es gay) me confesó que no podía alejar su mirada de esa sugerente V, que anunciaba mis pectorales. Si eso fue él, imagínense la reacción de los heterosexuales, que en su mayoría desconocen lo invasora y violenta que muchas veces puede resultar una simple mirada.

Diego fue el único que aquella noche de sábado me trató como una mujer integral, un maravilloso conjunto de órganos, fibras y sensaciones. En una primera etapa, su actitud y comportamiento lo hicieron merecedor de mi número telefónico y mi dirección electrónica; y aceptarle (tres semanas más tarde) una invitación a salir fue el premio final por su delicadeza, educación y buen tacto. Él esperaba con tanta ilusión nuestra cita que a mí también me hizo sentir ilusionada. Pero la ilusión se perdió cuando, el día anterior a la fecha prevista, me dijo (no sé si como petición, ruego, plegaria o advertencia): “¡No dejes de ponerte aquella inolvidable blusa blanca de sugestivo escote!”. Al final, él era igual que todos.

¡Qué tarde me di cuenta!

 

El amor y la cocina

Me presentó a su esposa, y la sentó a mi lado. La idea era que yo le contagiara mi entusiasmo, energía y sentido del humor. ¡Tremenda tarea! Pretendía que el cariño que a él le profesaba desde mucho antes de que la pubertad nos cambiara la voz, los aromas y nuestras formas corporales, se hiciera automáticamente extensivo hacia ella sólo por ello de ser su esposa. ¡Se equivocó!

La nueva esposa de mi viejo amigo la veía sana, buena gente y de nobles intenciones. Pero cuando reparé en sus zapatos de plataforma en material plástico transparente y sus largas uñas pintadas en rosa nacarado, supe que lo único que teníamos en común era el maravilloso privilegio de ser mujer. A ella le tomó más tiempo descubrirlo. Pero lo logró.

No puedo decir que tuviera nada en su contra; porque tampoco había motivos para que así fuera. Pero me llamaba la atención que cuando se tocaban temas de grupo, ella y el techo mantenían una conversación aparte, que sólo se veía interrumpida por sus propios bostezos o por frases que generaban en el auditorio confusión y sorpresa, conduciéndolos al interno convencimiento de: “Tenemos que aceptarla, porque se trata de la esposa de nuestro amigo Juan Pedro”.  Ella superó mis expectativas cuando, tratando de ser simpática y de ponerme tema de conversación, me dijo, en una incomprensible mezcla de ingenuidad e intromisión: “No entiendo por qué no te has casado, si todo el mundo dice que tú cocinas buenísimo”. Respiré profundo, me callé un momento y me puse a pensar en otra cosa para no responder. Pero no pude. “¿Sabe qué? -le pregunté. “Precisamente por eso no me caso. Si sustento una relación en la cocina, temo que cuando se acabe el gas, mi matrimonio entre en crisis y no sobreviva”.

 

¿Estado civil?

Desde que hace alrededor de un año me mudé a ese edificio de apartamentos, me convertí en el centro de atención y en el blanco de la malsana curiosidad de mi vecina del quinto piso. A mí, directamente, nunca me dijo nada. Pero, por la forma en que ella me miraba, me di cuenta de que quería saber de mí un montón de cosas; desde mi edad exacta y el por qué de mi rechazo a las cremas alisadoras hasta (y sobre todo) los inexplicables motivos por los cuales no había ningún hombre durmiendo en mi casa. Cuando me veía entrar y salir con las compras del supermercado, la ropa de la lavandería, las fundas de basura o la caja de herramientas para apretar el cilindro de gas o instalar las barras de la cortina, fruncía el ceño y nublaba las cejas como preguntándose: “¿Pero… y ella?”. Y su curiosidad llegaba a tope cuando, con música de fondo y tragos sobre una mesa auxiliar, me escuchaba reír a carcajadas con los amigos y amigas que, frecuentemente, me visitaban. Nunca me dijo nada, pero se le notaba que no podía entender el porqué de si mi cama era grande, la mitad de ella era sólo ocupada por almohadones y cojines. Talvez, cansada ya de tanto especular, un día se acercó y me lanzó la pregunta como una flecha helada que congeló mis vísceras. “¿Cuál es tu estado civil?”, se atrevió a soltarme. Levanté la mirada, como si toda mi vida estuviera esperando esa pregunta, y extraje del pasado una sonrisa que no había vuelto a usar desde que en secundaria fui unánimemente elegida Miss Simpatía. “Traicionada. ¿Por qué?”, respondí. No preguntó nada más y siguió su camino, con su “Tupperware” conteniendo dos piezas de pollo y tres de yuca, y su corsage de frutitas sobre la solapa de la chaqueta azul. 

 

“… le sigue llamando el poeta. Algunos conocidos lo llaman el vividor. Nunca he sabido

por qué”,  Marzo 5, 2004

 

 

Tan sólo una palabra 

Después de muchos años esperando el verdadero amor, parece que mi amiga Silvia por fin se enamoró realmente. Y no sólo estaba enamorada de ese hombre especial que, en más de una ocasión, le había demostrado la intensidad de su cariño, sino también del hecho mismo de estar enamorada de tal forma. ¡Silvia estaba feliz! Y decida a dejar atrás esas relaciones efímeras y superficiales en las que, a veces sin darnos cuenta, nos involucramos. “¡David es maravilloso!”, me repetía ella a cada momento, con la mirada iluminada y la voz casi quebrada. Y todo parecía indicar que realmente tenía razón; o al menos eso fue lo que percibí en las distintas oportunidades en que los vi juntos. Yo estaba súper contenta por ella, hasta que llegó el “pero” (ese señor inoportuno que siempre llega y se impone cuando las cosas empiezan a funcionar apropiadamente). Lo que debía ser una ventaja se convirtió en un inconveniente y, de ser el hombre ideal para Silvia, David pasó a ser lo que en las telenovelas le llaman “un imposible”. Él era cristiano. Y aunque para Silvia ese no era motivo para poner fin a la relación, para él si lo fue. “No puedo profundizar una relación con alguien que no pertenece a la Iglesia”, le dijo, provocándole un llanto interminable y dejando destrozado su “mundano” y delicado corazón. Silvia hubiera preferido otra salida, pero como forma de supervivencia, él no dejó para ella más opción que el olvido. Ninguno lo ha logrado. Pero contradictoriamente, David lleva a muchos otros “la Palabra” que Silvia necesita. Y que él le niega.  

 

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¡Feliz aniversario!

No era asunto mío. Lo sé. Pero no pude evitar tomar partido. Sentados ellos en una mesa contigua hablaban de la chica a quien esperaban, y sin proponérmelo, escuché lo que hablaban… uno, el más alto, con bigotes, cabello escaso y poco cuello… le comentaba al otro su experiencia: “Nos conocimos por teléfono, y… bueno, hemos estado hablando durante varias semanas. También nos comunicamos por el Messenger e intercambiamos e-mails”. Ese día celebraban “aniversario” y por eso acordaron conocerse (personalmente). Ella, falda crema y camisero blanco. Él unos jean azules y camisa a cuadros. Ambos, zapatos negros y libros en las manos. Era lo convenido para identificarse en ese lugar “no identificado” en el que habían pactado conocerse. Pero uno de los dos violentó el trato, y en el lugar de un libro, un cigarrillo en caja; en lugar de unos jean, cordurois en negro y en vez de cuadros, un t-shirt liso. “Así, si resulta demasiado fea, ni siquiera se enterará de que he venido”, comentó el bigotudo, orgulloso de su hazaña. Ella –me la encontré en el baño– llegó puntual y bella. Con su libro, su falda y su camisa. Justo cuando ya iba hacia el encuentro le conté la conversación que había escuchado. Le presté mi blusa y mis sandalias y cambiamos su libro por mi grabador. Yo me quedé en el baño. Se acercó a la mesa y le llevó una nota: “Estuve aquí, pero no me gustaron tu pelo, tu cuello ni tus bigotes. Me senté en otra mesa y tu no sabrás desde donde te observo. ¡Feliz aniversario!”.

 

Chiquita y amaestrada

No era la primera vez que alguien me llamaba por mi nombre en diminutivo. Pero él se creía el primero, y yo lo dejé con su creencia, para no desanimarlo. Repetía “Martiiita, Martiiita, Martiiita…”, como si achicar mi nombre le sirviera para hacerme caber en su bolsillo o en el pastillero de su abuela hipertensa, arteriosclerótica y de reconocido abolengo. Con lo de Martita empecé a familiarizarme desde mi época de colegio, cuando profesores y compañeros de curso me llamaban así, no sólo por el cariño que me profesaban, sino (y sobre todo) porque mi estatura, que nunca ha sido algo de lo que pudiera presumir, no admitía para nada los grados superlativos. Lo mismo viví en la universidad y salas de cursos extracurriculares, en espacios laborales e indistintas zonas de residencia. De este modo, escuchar un “ita” que, al final de mi nombre, disminuía mi personalidad y “estatura” (¿?) sicológica se hizo tan cotidiano como ver mi propio rostro en el espejo. Él, sin embargo, se pensó que era el primero y el único a quien se le ocurría la genial idea de “empequeñecerse” a través de un nombre. Pero las cosas no se quedaron ahí, y paulatinamente y casi sin darme cuenta, empezó a decirme: amorcito, vidita, cariñito, corazoncito, y otros términos reveladores de cariño, en pequeño formato. Todo como una estrategia emocional para ir trabajando en mí a nivel de inconsciente y llevarme a su terreno de acción. “Ahora, cielito –me dijo, como el entrenador de circo que ofrece pescado a la foca para que salte a través del aro- te voy a ir enseñando algunas de ‘las cositas’ que quiero que hagas”. “¡Lo que me faltaba- pensé. Además de chiquita, amaestrada. 

 

 

Viernes social

No tenía que mirar el reloj para darse cuenta de que ya casi era la hora en que la soledad volvería a estar con ella. Es que su compañero (que una vez juró acompañarla “en las buenas y en las malas”) se dispondría a disfrutar su noche, como venía haciendo cada viernes en el curso de los últimos tres años. La selección cuidadosa de un atuendo informal, un nuevo repertorio de discos compactos en el carro, y copas y vasos desechables para tragos improvisados, forman parte del ritual semanal que precede la partida de Horacio hacia el encuentro con los amigos, a los cuales el viernes también les pertenece. Con ellos disfrutará este último día de la semana laboral, que desde el octavo mes de relación matrimonial él había decretado como suyo, para convertirlo en un ameno y divertido viernes social. “Los viernes son míos”, dijo a su compañera, sin antes avisarle que ya podían empezar a repartirse los días como si fuesen pollos.

Desde el momento en que los viernes empezaron a ser de su exclusiva propiedad, se les hacía difícil compartir en pareja, ya que los días comprendidos entre el lunes y el jueves (inclusive) eran para el trabajo duro, las compras, las tareas de los niños, el pago de facturas… y los domingos eran para compartir con los tíos, abuelos, suegros, cuñados y demás familiares, a los cuales había que profesar cariño y seguimiento.

Ni siquiera fue ella quien me contó la historia, sino él mismo, a quien me une una gran amistad de varios años. El sábado pasado, temprano en la mañana, él buscó de su amor. Pero encontró una nota: “Se me olvidó decirte que, de ahora en adelante, los sábados son míos. Ya luego buscaremos un día –el que te guste- que sea para los dos”. 

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